lunes, 9 de febrero de 2009

La Montaña

La luna llena iluminaba la noche. No recordaba una noche tan clara como aquella, la noche era tan clara que se podría prescindir de los faros sin ningún problema. El espectáculo era sobrecogedor pero llevaba muchas horas conduciendo y el cansancio empezaba ha hacer mella en mi poco a poco. Lentamente, casi sin darme cuenta. La monotonía de aquella autopista tampoco ayudaba a mantenerme despierto.
-No me queda café –recordé.
El silencio lo inundaba todo. No se veía un alma, el tráfico a esas horas de la madrugada brilla por su ausencia. Tan sólo el ruido del motor alteraba la paz de aquella noche. El sueño me atacaba sin recato y pensé que la radio me ayudaría, pero no era suficiente. La carretera solitaria, rectas interminables y líneas que desfilaban ante mí a un rítmico compás. Un sonoro bostezo inundó la cabina, cuando a lo lejos se atisbaban luces naranja.
-No soy el único que trabaja a estas horas –pensé reconfortado.
Varias señales indicaban un desvío de la ruta por obras. No conocía aquella zona pero el desvío estaba muy bien señalizado. La alerta por el desconocimiento de la ruta me hizo recuperarme de aquel sopor. Ahora estaba circulando por una carretera un poco más estrecha pero con buena pinta, aunque según pasaban los kilómetros se iba estrechando y bacheando tan lentamente que no me percaté de ello. Una señal de tráfico despertó mi interés. Anunciaba un puerto de montaña no muy lejos de allí. Fruncí el ceño. Pero me tuve que aguantar, tenía que seguir. La claridad de la noche fue poco a poco desapareciendo, las nubes tormentosas tomaron el relevo a la luna en los cielos y tenían ganas de ponerme las cosas difíciles. Un relámpago repentino iluminó la carretera y por un instante pude ver lo que se avecinaba. La montaña apareció de la nada. Ese puerto iba a ser muy duro de coronar. La lluvia irrumpió con gran virulencia y la carretera empezó a mirar hacia el cielo.
El camión iba a plena carga y en esas condiciones no era muy seguro continuar pero aún así decidí enfrentarme a esa desconocida carretera. Apenas si podía avanzar, la pendiente era enorme y la potencia, la justa para no quedarse parado a mitad de la ascensión.
Las curvas empezaron hacer acto de presencia. Lentamente, con paso seguro me enfrenté a ellas. Los baches no ayudaban, el camión apenas cabía en el asfalto. Necesitaba potencia, bajé unas cuantas marchas y el motor respiró y empezó a reaccionar poco a poco. El asfalto se deslizaba sumiso bajo las ruedas y mis manos guiaban el volante con precisión, las desafiantes curvas se presentaban ante mí, cual guerrero ávido de sangre. La situación era difícil pero me estaba gustando. Una sonrisa se atisbó en mi cara. Una curva tras otra. La carretera se estrecha cada vez más, me resulta complicado dominarla, pero algo me dice que siga adelante, está tratando de seducirme y por momentos lo está consiguiendo. Acelero, la subida está terminando y quiero llegar cuanto antes a la cima, piso a fondo el acelerador y las últimas rampas ceden ante mi poderoso motor. Un último bramido agonizante del motor, un poco más, ya casi es mía.
Una gran sonrisa apareció en mi rostro cuando el motor, exhausto por el esfuerzo se relajó y volvió a la normalidad, la llanura hizo acto de presencia, a lo lejos las primeras luces del día reclamaban su lugar tras el horizonte relegando a las nubes y al agua a un lugar más bajo en el escalafón. Al final de aquella carretera me esperaba la aburrida autopista. Miré por el retrovisor. A lo lejos, la montaña parecía despedirse de mí, empequeñeciéndose en el espejo. No sé si volveré a verla. Quién sabe. Lo que sí se en que en el fondo, la echare de menos…

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